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Friday, August 04, 2006

Relato Fantástico: El Ladrón y el Guerrero

Un ser con doble personalidad, con una tremenda lucha interior, que vagabundea por el mundo en busca de su verdadero yo.


—¡Maldito patán cobarde! —dijo el guerrero—. Siempre soy yo el que da la cara cuando te pillan robando y las cosas se complican.
—Si, el señor es todo músculos —le respondió el ladrón. Aquel señor sonó como un insulto cargado de ironía—. Por lo visto yo me quedé con la inteligencia.
—Si pudiera te cortaría en trocitos esa lengua tan larga que tienes y te los haría tragar uno a uno —le espetó el guerrero con los ojos llenos de ira.
Por respuesta obtuvo una gran risotada.
—Pero no puedes. Esto sería muy aburrido, habría demasiado silencio.
Fogo cabalgaba solo mientras murmuraba para sí mismo, con la mirada fija en el suelo por encima de la cabeza del caballo. Con el tiempo había aprendido a dar entonaciones diferentes a las voces. Lo hacía tan bien que un oyente casual pensaría que de verdad se trataba de dos personas distintas.
Levantó la vista del suelo al llegar al cruce de caminos. No recordaba nada de las últimas dos o tres leguas, tan concentrado había estado en la discusión. Por lo menos siempre volvía a la realidad a tiempo. Ya no se preguntaba por qué, sencillamente lo aceptaba.
La ruta que traía, el Camino Principal, seguía recta por la llanura hacia el Sur. Otro sendero salía del cruce hacia el Oeste para internarse en la Gran Cordillera, serpenteando junto al río Siguer, que nacía en alguna de las cumbres de la inmensa cordillera que recorría el continente de Norte a Sur. El río, aún insignificante comparado con el ancho y caudaloso curso de agua en que se convertiría mucho más adelante, describía una amplia curva al salir de entre las montañas difuminadas por la distancia y acompañaba al Camino Principal hacia el Sur.

Fogo miró a su alrededor. Vio un carro cargado a lo lejos y a un hombre subido a una mula un poco más cerca. Los dos estaban demasiado lejos como para oírle hablando solo. Mejor así. Hizo girar al caballo y avanzó por el camino del Oeste hacia la Fortaleza Helada. En cuanto su montura recuperó el paso, fijó la vista en el suelo y reanudó la discusión.
—Espero que esta vez sabrás comportarte y no harás que nos echen. Si te entran ganas de matar a alguien, clávate la espada tú mismo —, empezó el ladrón.
—No fui yo quien lo estropeó todo en Punta del Cuerno. Te advertí que aquello era una fortaleza militar y no son muy amantes de las fantasías, pero tú tenías que robar incluso allí... —continuó el guerrero.

Aún tardó un par de días en llegar a la Fortaleza Helada. El camino no estaba muy transitado y en las posadas tenían camas libres y comida caliente. Fogo el ladrón durmió y comió y robó al abrigo del frío cada vez más intenso. En los escasos y cortos momentos de lucidez, se daba cuenta de que llevaba algún tiempo sin sufrir uno de sus ataques nocturnos. Desde que salió de Punta del Cuerno si la memoria no le fallaba. No le gustaba decir que le habían echado. En realidad fueron muy amables. Como no había matado a nadie y no le pillaron robando, le permitieron salir por su propio pie con todas sus pertenencias a cambio de prometerles que no volvería por allí. Era el trato que le habían dado en todos los lugares por los que había pasado, más o menos, cuando se daban cuenta de que estaba enfermo, como a él le gustaba decir. Por lo menos mientras viajaba podía estar solo y no tenía que aguantar las burlas y el desprecio de los demás. Hasta su familia le abandonó cuando los síntomas de su enfermedad se hicieron demasiado evidentes. Le dieron un caballo, armas y algo de dinero, y le explicaron con muy buenas palabras que no querían volver a verle. O a verlos. No podía olvidar la cara de asco de su padre, ni la expresión de miedo en la de su madre, ni la de triunfo en la de su hermano, menor que él y heredero en su lugar. Nunca en su vida se había sentido tan mal. Aquella misma noche tuvo su primer ataque.

Fogo el guerrero se detuvo frente a la puerta de la Fortaleza Helada, situada en la cumbre de una montaña cortada a pico sobre una curva del río Siguer. Por el otro lado de la montaña, la pendiente descendía hasta el pueblo junto a la orilla del río. Más allá de la aldea el camino se hacía más estrecho y no estaba pavimentado, según decían atravesaba la Gran Cordillera.

Entró en el baluarte y se alojó en una de las posadas más caras; por unas noches podría permitírselo. Bajó a cenar al comedor, lleno de comerciantes y damas y caballeros. Quisieron los dioses que en aquel mismo comedor estuviera sentada su familia. Nunca se había planteado qué ocurriría si los volvía a ver. Desde luego no esperaba que le aceptaran de nuevo, pero necesitaba algo de cariño y comprensión, un solo instante que compensara todos los años de penurias y hambre y desprecio. Se sentó cerca de ellos y pidió la cena. Comió poco, siempre pendiente de su familia. Sentía las miradas que le dirigían como flechas que se le clavaran en el estómago, porque no le reconocieron. Cuando no pudo soportarlo más se levantó, subió a su habitación y se acostó, aunque no pudo dormir hasta bastante tarde. Su mente era un torbellino de sentimientos, y el odio gobernaba a todos los demás.
Despertó empapado en sudor, casi ahogado en su propio llanto; otro ataque. Deslizó la mano fuera de las mantas y tocó la hoja de la espada desenfundada. Las runas que tenía grabadas le ayudaban a calmarse. No sabía que significaban, pero si sabía que la espada era antigua, y estaba convencido de que tenía vida propia, que le ayudaba en los momentos de apuro durante la lucha, moviéndose por sí misma, corrigiendo la posición para salvarle la vida.
Fogo el guerrero se levantó de la cama, se vistió, se puso la cota de mallas y salió al pasillo con la espada en la mano, en busca de las habitaciones donde dormían sus padres, su hermano y sus hermanas.

Amanece. La Gran Cordillera empieza a salir de entre las sombras como un gigantesco barco fantasma. Fogo, sin más, está en las murallas cubiertas de hielo sobre el acantilado y el río. La espada aún gotea sangre. Quizás podría salir de la Fortaleza y continuar su viaje sin fin, pero esta noche ha cumplido con el objetivo de su vida. Supo cuál era en el momento en que los vio a todos en el comedor, rodeados de lujo, de alegría, de vida. Hasta entonces no sabía como podría haber sido su vida si no lo hubieran abandonado. Y ya no quiere seguir con ella, porque ni siquiera es suya, es del ladrón y del guerrero.
Salta al vacío.
Mientras cae, piensa con tristeza que precisamente ahora le vendría muy bien no estar cuerdo.



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